Había una vez, un pequeño ruiseñor que buscaba el mayor tesoro de la vida.
Durante su corto tiempo entre los suyos, había descubierto el crecimiento de la vida a su alrededor. Había descubierto, que aprender no es siempre atender a sus mayores, que el respirar, el volar, el sentir, debe hacerse por un motivo, y que cuando ese motivo es impuesto por los demás, o está vacio de compromiso hacia los demás, no recompensa al que lo recibe.
Buscó entre los bosques de todo el planeta, siguió sendas recorridas por otros, luchó contra los elementos y recibió vientos y tempestades; esquivó enemigos, y recibió envites de otros compañeros de camino que pensó amigos y resultaron tristes cantores que se habían perdido a si mismos, y sin querer arrastraban a otros a una vida vacia y sin sentido.
Tras mucho tiempo, llegó a una tierra desconocida, en donde los árboles rezumaban una extraña sustancia que era recogida cuidadosamente, mientras estos se iban secando al darla a los habitantes de aquella tierra. Algunos habían perdido las alas, otros no sabían cantar, otras aves no tenían nada para dar salvo su amistad y su alegría, pero todos ellos eran felices, cada uno a su manera.
Sorprendido, se acercó a uno de ellos y le preguntó porque dejaban que los árboles muriesen, en su tierra eran venerados y cuidados con mimo y esmero. Un joven pajarillo, con años de sabio, le dijo que hacia mucho tiempo, en su tierra, aquellos que allí vivían habian aprendido a querer las cosas, las palabras y todo lo que les rodeaba sin pensar en porqué lo hacían, sin hacer nada más, sin sentir en sus corazones y su mente la razón de sus vidas.
Los gigantescos árboles al darse cuenta de esto, lloraron amargamente, pues el mayor tesoro que podían dar, se había perdido y decidieron hacer un sacrificio para que sus habitantes recuperasen la razón.
Desde aquél día, decidieron dar su sabia, sin esperar nada a cambio, simplemente por ayudar a los demás, y hacerles ver lo que realmente importaba en la vida: el amor.
Ese es el mayor tesoro que podía darse, entregarse, regalarse, sufrirse por aquellas personas a quienes amas, por aquellas a quienes intentas amar, por un amor sin medida y con tal profundidad que ni el espacio mismo, o los oceanos pueden abarcarlo.
Y dentro de este amor, la perla selecta, el tesoro escondido, era el amor hacia aquella otra persona que haría que cambiases toda tu existencia solo por ser feliz junto a ella.
Desde aquel día, el joven ruiseñor no necesitó buscar más el mayor tesoro de la vida, sino que decidió dar su vida llevando a su pueblo este mensaje junto aquella a la que entregó su corazón. Por cierto, si aún no la has encontrado o se resiste ¡No dejes de intentarlo!
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